Poco le habrá costado a Víctor Schwartz acostumbrarse a estos paisajes, tan similares a los de su Suecia natal. El verde de los bosques en verano resulta casi una agresión a la vista del viajero y las montañas parecen querer abrazarnos en un gesto que confunde, hay en ellas una carga de agresividad que se mezcla con su aspecto protector. Viniendo desde el desierto, a donde el espíritu aventurero del padre las había llevado, sin duda la llegada al seno de Aysén debió ser una verdadera fiesta para las niñas.
Al descender del barco habrán cargado el equipaje en una carreta, o quizás remontaron el río Simpson para llegar al kilómetro dieciocho del camino a Coyhaique, donde se encontraba el predio comprado por el padre.
Doña Jacobina supo repartirse con paciencia entre el cuidado de sus hijas y el de esos otros niños a los que obstinadamente enseñó a leer y escribir en el galpón donde vivieron mientras se construía la casa.
Mientras Jacobina impartía sus clases a los niños más pequeños de los alrededores, Víctor se concentraba en la marcha del aserradero, sostenido por la copiosa producción del ciprés de las Guaitecas, árbol tenaz, de madera resistente como pocas y que ha sido el sustento de generaciones de pioneros en la vertiente occidental de los Andes patagónicos.
Los vecinos no daban crédito a sus ojos: ¡El sueco estaba loco de remate! Nadie había hecho una casa semejante en esos confines: tres pisos, para empezar; ventanas cuadriculadas, que un maestro carpintero armó con desconfianza; vigas a la vista en el comedor; la escalera con un pasamanos deslumbrante que llevaba al segundo piso, donde se construyeron cuatro habitaciones, una para cada miembro de la familia.
Años más tarde Jacobina enfermó y Víctor vendió la casa para viajar a Santiago en busca de un tratamiento que no salvaría la vida de su esposa. Nunca volvieron.
Rosa ya ha muerto, pero con las señas que nos fue dando en sus relatos pudimos llegar. Sesenta años más tarde, encontramos la casa, los nuevos dueños la han transformado en un acogedor Lodge de pesca. Después de un largo tiempo de abandono, sólo se necesitó barniz, pintura y buen gusto para recuperar la construcción, el ciprés de las Guaitecas ha resistido muy bien el paso del tiempo. Los árboles han crecido, pero son los mismos que plantara Jacobina los que todavía cada verano entregan abundantes frutos, el galpón que una vez fuera la improvisada escuela ahora sirve de cobertizo para las máquinas y el techo donde jugaban las niñas aún sigue en pie.